sábado, 20 de marzo de 2010

La Ley y el Evangelio

Con el fin de recuperar la suficiencia de la Escritura, una vez más debemos aprender a distinguir la Ley y el Evangelio como "dos palabras" de la Escritura. Para los reformadores, no era suficiente creer en la inerrancia, ya que Roma también tenía un alto concepto de la Escritura, en teoría. Los reformadores no estaban criticando a la Iglesia por negar su carácter divino, por el contrario, sostuvieron que Roma había perturbado su alto concepto de la Escritura por la adición de otras palabras y por no leer y proclamar la Escritura de acuerdo a su sentido más obvio.

En el corazón de la hermenéutica de la reforma estaba la distinción entre "Ley" y "Evangelio". Para los reformadores, este no es equivalente a "Antiguo Testamento" y "Nuevo Testamento", sino que significa, en palabras de Teodoro Beza: "Nosotros dividimos esta palabra en dos partes principales o tipos: el uno se llama la "Ley", el otro, "el Evangelio". Para todo el resto puede ser recogida en virtud de una u otra de estas dos líneas. La Ley está escrita por naturaleza en nuestros corazones, mientras que Lo que llamamos el Evangelio (buenas noticias) es una doctrina que no está del todo en nosotros por naturaleza, pero que se revela desde el cielo (Mateo 16:17; Juan 1:13). "La Ley nos lleva a Cristo en el Evangelio y nos condena y nos causa la desesperación de nuestra propia "justicia". El desconocimiento de esta distinción entre Ley y Evangelio, es una de las principales fuentes de los abusos que corrompieron y todavía corrompen al cristianismo."

Lutero hizo esta hermenéutica central, pero tanto las tradiciones de la Reforma protestante conjuntamente afirman esta distinción fundamental. En gran parte de la predicación de la Edad Media, la Ley y el Evangelio eran tan confusos que la "Buena Nueva" mostraba a Jesús como una forma "amable y gentil de Moisés", que suavizó la Ley en las exhortaciones más fáciles, como amar a Dios y al prójimo desde el corazón. Los reformadores vieron cómo Roma enseñaba que el Evangelio era simplemente una "ley" más fácil que la del Antiguo Testamento. En lugar de seguir un montón de reglas, -decían los predicadores de la Edad Media- Dios espera sólo el amor y la entrega de corazón.

Calvino respondió: "¡Como si se pudiera pensar en algo más difícil que amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, y toda nuestra fuerza! En comparación con esta ley, todo podría considerarse fácil... [porque] la ley no puede hacer otra cosa que acusar y culpar a todos los hombres, para condenar, y por así decirlo, detenerlos; en fin, que los condenen en el juicio de Dios: que sólo Dios puede justificar, para que toda carne guarde silencio ante él". Por lo tanto, observa Calvino, Roma sólo pudo ver el Evangelio como algo que permite a los creyentes ser justos por la obediencia y lo que es una compensación por su falta" sin darse cuenta de que la ley exige la perfección, no aproximación.

Por supuesto, nadie afirma haber llegado a la perfección. Solo el terror de la Ley puede sacudirnos de esta auto-confianza. Así, la Ley condena y nos conduce a Cristo, para que el Evangelio pueda comfortarnos sin ningún tipo de amenazas o declaraciones de intención que podría dar lugar a la duda. En uno de sus primeros escritos, Calvino defendió esta distinción evangélica entre Ley y Evangelio: Todo esto es fácil de comprender mediante la descripción de la Ley y que describe el Evangelio, y luego compararlos. Por lo tanto, el Evangelio es el mensaje, la proclamación de la salvación, llevando con respecto a Cristo que fue enviado por Dios el Padre para conseguir la vida eterna. La Ley está contenida en los preceptos, es una amenaza, es una carga. Los actos del Evangelio, sin amenazas, no conducen a los preceptos, sino más bien nos enseña acerca de la voluntad suprema de Dios hacia nosotros. Los que no siguen este método de tratamiento nunca será suficientemente versado en la filosofía de Cristo.

Mientras que la Ley sigue siendo la guía de los creyentes en la vida cristiana, Calvino insiste en que nunca pueden confundirse con el "Evangelio". Incluso después de la conversión, el creyente está en necesidad desesperada del Evangelio, porque él lee las órdenes, exhortaciones, las amenazas y advertencias de la Ley y, a menudo vacila en su cierta confianza porque no ve en sí mismo esta justicia que se requiere. ¿Estoy realmente entregado? ¿Qué pasa si no he experimentado las mismas cosas que otros cristianos consideran como normativo? ¿Realmente tengo el Espíritu Santo? ¿Qué pasa si he pecado? Estas son preguntas que todos nos enfrentamos en nuestras propias vidas. Los reformadores, con los profetas y apóstoles, estaban convencidos de que sólo el Evangelio puede traer consuelo a la lucha cristiana.

Sin este énfasis constante en la predicación, uno nunca puede adorar o servir a Dios en libertad, porque su mirada siempre se fija en sí mismo - ya sea en la desesperación o la auto-justicia - en lugar de Cristo. La Ley y el Evangelio deben ser predicado tanto por la convicción como por la instrucción, Calvino dice, siempre y cuando se mezcle el Evangelio con la Ley. "En consecuencia, este evangelio no impone ningún comando, sino que revela la bondad de Dios, su misericordia y sus beneficios." Esta distinción, dice Calvino con Lutero y los reformadores, marca la diferencia entre el cristianismo y el paganismo: "Todos los que niegan esto ponen el Evangelio al revés; absolutamente entierran a Cristo, y destruyen la verdadera adoración de Dios. "

Ursino, autor principal del Catecismo de Heidelberg, dijo que la distinción entre Ley y Evangelio "ha comprendido la suma y sustancia de las Sagradas Escrituras", son "las principales divisiones y generales de las Sagradas Escrituras, y comprenderá toda la doctrina comprendido en el mismo." Confundirlos es corromper la fe en su núcleo. Mientras que la Ley debe ser predicada como instrucción divina para la vida cristiana, nunca debe ser usado para sacudir los creyentes de la confianza de que Cristo es su "justicia, la santidad y redención" (1 Cor. 1:30). El creyente se dirige a la Ley y le encanta la Ley por su sabiduría divina, porque revela la voluntad de Aquel a quien ahora estamos reconciliados por el Evangelio. Pero el creyente no puede encontrar el perdón, la misericordia, la victoria, o incluso el poder someterse a ella, yendo a la propia Ley. Todavía es siempre la Ley la que demanda y el Evangelio el que da. Por ello, cada sermón debe ser cuidadosamente elaborado, en esta distinción fundamental.

Mientras Charles Spurgeon, veía a la Iglesia Bautista de Inglaterra dar paso al moralismo en la llamada "Controversia Down Grade", declaró: "No hay ningún punto en el que los hombres hacen más errores que en la relación que existe entre la ley y el evangelio. Algunos hombres ponen la ley en lugar del evangelio, otros ponen en lugar del evangelio la ley. Cierta clase sostiene que la ley y el evangelio se mezclan... Estos hombres no saben la verdad y son iguales a los falsos maestros "

En nuestros días, estas categorías son más confusas, incluso en las iglesias más conservadoras. Aun cuando las categorías de la psicología, el marketing y la política no sustituyen a las de la Ley y el Evangelio, la mayor parte de la predicación evangélica de hoy suaviza la Ley y los confunde con las exhortaciones del Evangelio, a menudo dejando a la gente con la impresión de que Dios no espera que la justicia perfecta prescrita en la Ley se cumpla, sino solo un corazón en general bueno y la actitud y la evitación de los pecados mayores.

Un moralismo suave prevalece en gran parte de la predicación evangélica de hoy, y que rara vez oye la predicación de la Ley como la condenación de Dios y de la ira, sino como sugerencias útiles para una vida más plena. En lugar de la Ley de Dios, a menudo se ofrecen consejos útiles para la vida práctica. La piedad y la fe de los personajes bíblicos, son a menudo predicados como ejemplos a imitar. Al igual que en el liberalismo protestante, tal predicación a menudo no tiene a Cristo como el Divino Salvador de los pecadores, sino como el entrenador cuyo libro de juego nos muestra cómo lograr la victoria.

A veces se debe menos a la convicción que a la falta de precisión. Por ejemplo, a menudo oímos llamados a "vivir el Evangelio", y, sin embargo, en ninguna parte en la Escritura estamos llamados a "vivir el Evangelio". En su lugar, se nos dice creer en el evangelio y obedecer la ley, recibiendo el favor de Dios y de la guía de Dios de la otra. El Evangelio - o Buenas Nuevas - no es que Dios nos ayudará a lograr su favor con su ayuda, sino que alguien vivió la ley en nuestro lugar y cumplió toda la justicia. Otros confunden la Ley y el Evangelio mediante la sustitución de las exigencias de la Ley con la simple orden de "entrega total" o "hacer a Jesús Señor y Salvador", como si este pequeño trabajo garantiza la vida eterna.

¿Significa eso que la Palabra de Dios no manda nuestra obediencia o de que la obediencia es opcional? ¡Claro que no! Pero sí significa que la obediencia no se debe confundir con el Evangelio. Nuestra mejor obediencia está corrompida, así que ¿cómo podría ser esto buena noticia? El Evangelio es que Cristo fue crucificado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación.

El Evangelio produce una nueva vida, y una nueva obediencia, pero con demasiada frecuencia confundimos los frutos o los efectos con el evangelio mismo. Nada de lo que sucede dentro de nosotros es, propiamente hablando, "Evangelio", sino que es efecto del Evangelio. Pablo nos enseña: "Solamente comportaos de una manera digna del evangelio de Cristo..." (Filipenses 1:17)
. Mientras que el Evangelio no contiene ninguna orden o amenazas, la Ley de hecho lo hace, el cristiano está obligado todavía a las dos "palabras" que escucha de la boca de Dios. Al igual que la divinidad o de las dos naturalezas de Cristo, debemos, ni divorciar ni confundir a la Ley y el Evangelio.

Cuando la Ley se ablanda en promesas suaves y el Evangelio se ha endurecido en las condiciones y las exhortaciones, el creyente se encuentra a menudo en un estado deplorable. Para aquellos que conocen sus propios corazones, la predicación que trata de bajar el tono de la Ley, asegurando que Dios mira el corazón viene como malas noticias, no son buenas noticias: "Más engañoso que todo, es el corazón, y sin remedio; ¿quién lo comprenderá?" (Jeremías 17:9).

Muchos cristianos han experimentado la confusión de la Ley y el Evangelio en su dieta, donde el Evangelio fue libre e incondicional cuando se convirtieron en creyentes, pero ahora está relegado a segundo plano para dar lugar a un énfasis casi exclusivo en exhortaciones. Una vez más, no es que las exhortaciones no tienen su lugar, pero nunca debe confundirse con el Evangelio y que el Evangelio del perdón divino es tan importante para los creyentes pecaminosos como lo es para los incrédulos. Tampoco podemos asumir que los creyentes nunca avanzarán más allá de la etapa en que necesitan escuchar el Evangelio, como si la Buena Noticia termina en la conversión. Porque, como dijo Calvino, "Todos somos en parte, incrédulos a lo largo de nuestra vida". Constantemente debemos escuchar la promesa de Dios a fin de contrarrestar las dudas y temores que son naturales para nosotros.

Pero hay muchos, especialmente en nuestra época narcisista, cuya ignorancia de la ley conduce a una seguridad carnal. Así, las personas suelen concluir que son "seguros y salvos de todas las alarmas", porque caminaba por el pasillo de la iglesia, hizo una oración, o firmó una tarjeta de contacto, a pesar de que nunca han tenido que renunciar a sus propias hojas de parra con el fin de estar revestidos de la justicia del Cordero de Dios. O tal vez, aunque no han querido perfectamente a Dios y al prójimo, llegan a la conclusión de que al menos "dieron", "entregaron" o "dejaron que el Espíritu tome su camino", que "viven en la victoria sobre todo pecado conocido" y disfrutan de la "vida superior". Se engañan a sí mismos y a otros, que necesitan ser despojados de sus hojas de higuera para ser vestidos con la piel del Cordero de Dios.

Debemos, por tanto, recuperar la Ley y el Evangelio, y con la predicación, el mensaje cristológico de la Escritura, o nada bueno saldrá de nuestro trabajo, independientemente de la forma de compromiso que tenemos a la inerrancia. No podemos decir que estamos predicando la Palabra de Dios, al menos que estemos distinta y claramente proclamando la sentencia de Dios y su justificación, como la dieta habitual en nuestras congregaciones. Para recuperar la suficiencia de la Escritura, debemos por lo tanto, como los reformadores, recuperar la distinción entre ley y Evangelio.

jueves, 11 de marzo de 2010

Mejorando el culto

Este es uno de tantos textos, reflexiones y enseñanzas de mi amado hermano en Cristo, el pastor Humberto Pérez. Quise exponerlo en este blog para dar a conocer su página y sus bíblicos textos.
Su página es:
http://pastorhp.blogspot.com/

Sé que su blog será de gran edificación y beneficio para todos ustedes, así como lo ha sido para mí.

Dios les guarde.

A modo personal, este texto es uno de los más hermosos que he leído en su blog. Se llama:
"Mejorando el culto"

Amós 5: 21-24

“Aborrezco, desprecio vuestras fiestas, tampoco me agradan vuestras asambleas solemnes. [22] Aunque me ofrezcáis holocaustos y vuestras ofrendas de grano, no los aceptaré; ni miraré a las ofrendas de paz de vuestros animales cebados. [23] Aparta de mí el ruido de tus cánticos, pues no escucharé siquiera la música de tus arpas. [24] Pero corra el juicio como las aguas y la justicia como una corriente inagotable”.

El Señor no aceptó el amor de ellos porque no amaban al prójimo. El problema no estaba en que el culto fuera aburrido o algo así sino porque en los negocios y la justicia no parecían creyentes.

Los sacrificios estaban levíticamente correctos y las arpas sonaban bien. Pero debían bajar los intereses bancarios, no aceptar soborno, devolver lo prestado y en vez de construir mansiones de recreos, ser más generosos con los empobrecidos del orden social. Israel pensaba que cumpliendo con la forma de la verdad ya Dios se satisfaría, que el cumplimiento de la letra, del arte externo, y la complacencia, eran suficientes. Una cosa es solemne sólo si es santa (vv. 10-12).

Si a pesar de los cambios el cultito no mejora y parece que Dios no acepta los sacrificios, sean sermones o música, el problema se halla no en el amor a Dios sino en el del prójimo. Un ejemplo de lo que digo es cuando leemos que "no dice" que rechaza “la multitud de tus cantares” sino el ruido de tus cánticos. Y eso a pesar del enjambre de gente que la oía porque la misma palabra significa muchos y tumulto.

Salían de allí contentísimos, sudando y roncos, pero eso no impresionaba a Dios que subía de punto cariserio. Aunque me gusta la música cristiana y como suelen hacer casi todos los santos, hasta tengo algunas melodías favoritas para cuando tomo una ducha, sé que los primeros músicos en el mundo fueron los hijos de Caín a quienes les repugnaba la sangre de la expiación y los altares doctrinales, y silbando canciones y llenando pentagramas huían de Dios.

La música como parte del culto y acompañando a los sacrificios a Dios no fue parte de la ley de Moisés, sino una noble iniciativa y contribución del rey David, miles y miles de años después (no me malentiendan mis amigos arpistas y tamborileros) que la expiación, la redención, la oración y que la lectura de la Palabra fueran los únicos solitarios ingredientes sobre el altar de la reconciliación. Por supuesto que si usted lo prefiere, por favor no la envíe [a la música] al exilio, pero póngala como sierva de las doctrinas de la expiación, reconciliación, justificación por la fe y por supuesto de la cenicienta predestinación; y además no destituya a Jedutún por lo que he dicho porque me sentiría culpable. Ah, y no olvide, si también corre el juicio como las aguas y la justicia como impetuoso arrollo.

Humberto Pérez

miércoles, 10 de marzo de 2010

La Elección Incondicional

2 Tesalonicenses 2: 13, 14.
"Pero nosotros debemos dar siempre gracias a Dios respecto a vosotros, hermanos amados por el Señor, de que Dios os haya escogido desde el principio para salvación, mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad, a lo cual os llamó mediante nuestro evangelio, para alcanzar la gloria de nuestro Señor Jesucristo."
Si no hubiera ningún otro texto en la sagrada Palabra excepto éste, pienso que todos deberíamos estar obligados a recibir y reconocer la verdad de esta grandiosa y gloriosa doctrina de la eterna elección que Dios ha hecho de Su familia. Pero parece que hay un prejuicio muy arraigado en la mente humana en contra de esta doctrina. Y aunque la mayoría de las otras doctrinas son recibidas por los cristianos profesantes, algunas con cautela, otras con gozo, sin embargo esta doctrina parece ser despreciada y descartada con frecuencia.

En muchos de nuestros púlpitos se consideraría gran pecado y alta traición, predicar un sermón sobre la elección, porque no podrían convertir su sermón en lo que ellos llaman un discurso "práctico." Creo que ellos se han apartado de la verdad en este asunto. Cualquier cosa que Dios ha revelado, la ha revelado con un propósito. No hay absolutamente nada en la Escritura que no se pueda convertir, bajo la influencia del Espíritu de Dios, en un discurso práctico: pues "Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil" para algún propósito de provecho espiritual.

Es verdad que no se puede convertir en un discurso sobre el libre albedrío (eso lo sabemos muy bien) pero sí se puede convertir en un discurso sobre la gracia inmerecida: y el tema de la gracia inmerecida es de resultados prácticos, cuando las verdaderas doctrinas del amor inmutable de Dios son presentadas para que obren en los corazones de los santos y de los pecadores.

Ahora, yo confío que hoy, algunos de ustedes que se asustan con el simple sonido de esta palabra, dirán: "voy a escucharla con objetividad; voy a hacer a un lado mis prejuicios; voy a oír simplemente lo que este hombre tiene que decir." No cierren sus oídos ni digan de entrada: "es doctrina muy elevada." ¿Quién te ha autorizado a que la llames muy alta o muy baja? ¿Por qué te quieres oponer a la doctrina de Dios? Recuerda lo que les ocurrió a los muchachos que se burlaban del profeta de Dios, exclamando: "¡Calvo, sube! ¡Calvo, sube!" No digas nada en contra de las doctrinas de Dios, para evitar que salga del bosque una fiera y te devore a ti también. Hay otras calamidades además del manifiesto juicio del cielo: ten cuidado que no caigan sobre tu cabeza.

Haz a un lado tus prejuicios: escucha con calma, escucha desapasionadamente: oye lo que dice la Escritura. Y cuando recibas la verdad, si a Dios le place revelarla y manifestarla a tu alma, que no te dé vergüenza confesarla. Confesar que ayer estabas equivocado, es solamente reconocer que hoy eres un poco más sabio. Y en vez de que sea algo negativo para ti, da honor a tu juicio, y demuestra que estás mejorando en el conocimiento de la verdad. Que no te dé vergüenza aprender, y hacer a un lado tus viejas doctrinas y puntos de vista, y adoptar eso que puedes ver de manera más clara en la Palabra de Dios. Pero si no ves que esté aquí en la Biblia, sin importar lo que yo diga, o a qué autoridades hago referencia, te suplico, por amor de tu alma, que rechaces lo que digo. Y si desde este púlpito alguna vez oyes cosas contrarias a la Sagrada Palabra, recuerda que la Biblia debe ser lo primero, y el ministro de Dios debe estar sometido a Ella. Nosotros no debemos estar por sobre la Biblia cuando predicamos, sino que debemos predicar con la Biblia sobre nuestras cabezas. Después de todo lo que hemos predicado, estamos muy conscientes que la montaña de la verdad es más alta de lo que nuestros ojos pueden discernir. Nubes y oscuridad rodean su cima, y no podemos distinguir su pico más elevado. Sin embargo, vamos a tratar de predicar lo mejor que podamos.

Pero como somos mortales y sujetos a equivocarnos, ustedes mismos deben juzgarlo todo. "Probad los espíritus si son de Dios;" y si estando de rodillas reflexionando maduramente, ustedes son guiados a rechazar la elección (cosa que yo considero totalmente imposible) entonces deséchenla. No escuchen a quienes predican la elección, sino crean y confiesen aquello que ven que es la Palabra de Dios. No puedo agregar nada más a manera de introducción.

No voy a intentar demostrar la justicia de Dios al haber elegido a algunos y haber pasado por alto a otros. No me corresponde a mí, vindicar a mi Señor. Él hablará por Sí mismo y en efecto lo hace: "Mas antes, oh hombre, ¿quién eres tú, para que alterques con Dios? ¿Dirá el vaso de barro al que lo formó: ¿Por qué me has hecho así? ¿O no tiene potestad el alfarero sobre el barro, para hacer de la misma masa un vaso para honra y otro para deshonra?" ¿Quién es aquél que dirá a su padre: "qué has engendrado?" O a su madre: "¿qué has traído al mundo?" "Yo Jehová, y ninguno más que yo, que formo la luz y creo las tinieblas, que hago la paz y creo la adversidad. Yo Jehová soy el que hago todo esto." ¿Quién eres tú para que alterques con Dios? Tiembla y besa Su vara; inclínate y sométete a Su cetro; no impugnes Su justicia, ni denuncies Sus actos ante tu propio tribunal, ¡oh, hombre!

Pero hay quienes dicen: "Dios es cruel cuando elige a uno y pasa por alto a otro." Entonces, yo les preguntaría: ¿Hay alguien el día de hoy que desea ser santo, que desea ser regenerado, que desea abandonar el pecado y caminar en santidad? "Sí, hay," dice alguien, "Yo quiero." Entonces Dios te ha elegido a ti. Sin embargo otro dice: "No; yo no quiero ser santo; no quiero dejar mis pasiones ni mis vicios." ¿Por qué te quejas, entonces, de que Dios no te haya elegido a ti? Pues si hubieras sido elegido, no te gustaría, según lo estás confesando. Si Dios te hubiera elegido hoy a la santidad, tú dices que no te importa. ¿Acaso no estás reconociendo que prefieres la borrachera a la sobriedad, la deshonestidad a la honestidad?

Amas los placeres de este mundo más que la religión; ¿entonces, por qué te quejas que Dios no te haya elegido para la religión? Si amas la religión, Él te ha elegido para la religión. Si la deseas, Él te ha elegido para ella. Si no la deseas, ¿qué derecho tienes de decir que Dios debió haberte dado aquello que no deseas? Suponiendo que tuviera en mi mano algo que tú no valoras, y que yo dijera que se lo voy a dar a tal o cual persona, tú no tendrías ningún derecho de quejarte de que no te lo estoy dando a ti. No podrías ser tan necio de quejarte porque alguien más ha obtenido aquello que a ti no te importa para nada.

De acuerdo a la propia confesión de ustedes, hay muchos que no quieren la religión, no quieren un nuevo corazón y un espíritu recto, no quieren el perdón de sus pecados, no quieren la santificación; no quieren ser elegidos a estas cosas: entonces, ¿por qué se quejan? Ustedes consideran todo esto como cosas sin valor, y entonces ¿por qué se quejan de Dios, que ha dado esas cosas a quienes Él ha elegido? Si consideras que esas cosas son buenas y tienes deseos de ellas, entonces están disponibles para ti. Dios da abundantemente a todos aquellos que desean; y antes que nada, Él pone el deseo en ellos, de otra forma nunca lo desearían. Si amas estas cosas, Él te ha elegido para ellas, y puedes obtenerlas; pero si no es así, quién eres tú para criticar a Dios, cuando es tu propia voluntad desesperada la que te impide amar estas cosas. ¿Cuando es tu propio yo el que te hace odiarlas?

Supongan que un hombre que va por la calle dice: "Qué lástima que no haya un asiento disponible para mí en la capilla, para poder oír lo que este hombre tiene que decir." Y supongan que dice: "Odio a ese predicador; no puedo soportar su doctrina; pero aún así, es una lástima que no haya un asiento disponible para mí." ¿Esperarían ustedes que alguien diga eso? No: de inmediato dirían: "a ese hombre no le importa. ¿Por qué habría de preocuparle que otros alcancen lo que valoran y que él desprecia?"

No amas la santidad, no amas la justicia; si Dios me ha elegido para estas cosas, ¿te ha ofendido por eso? "¡Ah! Pero," dice alguien, "yo pensé que eso significa que Dios ha elegido a unos para ir al cielo y a otros para ir al infierno." Eso es algo totalmente diferente de la doctrina evangélica. Él ha elegido a unos hombres a la santidad y a la justicia y por medio de ellas, al cielo. No debes decir que los ha elegido simplemente para ir al cielo y a los otros para ir al infierno. Él te ha elegido para la santidad, si amas la santidad. Si cualquiera de ustedes quiere ser salvado por Jesucristo, Jesucristo le ha elegido para ser salvado. Si cualquiera de ustedes desea tener la salvación, ese ha sido elegido para la salvación, si la desea sinceramente y ardientemente. Pero si tú no la deseas, ¿por qué habrías de ser tan ridículamente tonto de quejarte porque Dios da eso que no quieres a otras personas?

martes, 9 de marzo de 2010

La Fe

El Catecismo de la histórica Asamblea pregunta: "¿Cuál es el fin principal del hombre? y su respuesta es: "Glorificar a Dios y gozar de Él para siempre." La respuesta es perfectamente correcta. Aunque también hubiera sido igualmente correcta si hubiera sido más corta. El fin principal del hombre es "agradar a Dios," pues al hacerlo (no necesitamos afirmarlo, porque es un hecho fuera de toda duda), se agradará a sí mismo. El fin principal del hombre en esta vida y en la venidera, así lo creemos, es complacer a Dios su Hacedor. Si un hombre agrada a Dios, hace lo que más le conviene para su bienestar temporal y eterno. El hombre no puede agradar a Dios sin atraer hacia sí mucha felicidad, pues si alguien agrada a Dios, es porque Dios lo acepta como Su hijo.

Esto es así porque Él le otorga las bendiciones de la adopción, derrama en él la abundancia de Su gracia, lo bendice en esta vida y le asegura una corona de vida eterna, que él usará y que brillará con un lustre inagotable, aún cuando todas las guirnaldas de la gloria terrenal se hayan deshecho. Por el contrario, si un hombre no agrada a Dios, inevitablemente atrae hacia sí penas y sufrimiento en esta vida. Coloca gusanos y podredumbre en la puerta de todas sus alegrías. Llena su almohada mortuoria con espinas y aumenta el fuego eterno con carbones llameantes que lo van a consumir eternamente.

El hombre que agrada a Dios, mediante la Gracia Divina, va peregrinando hacia la última recompensa que espera a quienes aman y temen a Dios. Pero el hombre que desagrada a Dios tiene que ser desterrado de la presencia de Dios, y por consiguiente, del goce de la felicidad. Así lo dice la Escritura. Si estamos en lo cierto cuando declaramos que agradar a Dios es ser feliz, entonces la única pregunta importante es ¿cómo puedo agradar a Dios? Y hay algo muy solemne en lo que dice nuestro texto: "Sin fe es imposible agradar a Dios." Es decir, puedes hacer lo que quieras, esforzarte tanto como puedas, vivir de la manera más excelente que quieras, presentar los sacrificios que escojas, distinguirte como puedas en todo aquello que es honorable y de buena reputación; sin embargo nada de esto puede ser agradable a Dios a menos que lleve el ingrediente de la fe. Como dijo Dios a los judíos: "En toda ofrenda ofrecerás sal," así Él nos dice a nosotros: "Con todo lo que haces debes traer fe, pues de lo contrario, sin fe es imposible agradar a Dios."

Esta es una antigua ley. Tan vieja como el primer hombre. Tan pronto como Caín y Abel vinieron al mundo y se convirtieron en hombres, Dios hizo una proclamación práctica de esta ley que "sin fe es imposible agradarle." Caín y Abel, en un día muy soleado erigieron dos altares, uno junto al otro. Caín tomó de los frutos de los árboles y de la abundancia de la tierra y colocó todo sobre su altar. Abel trajo de los primogénitos del rebaño, poniéndolo sobre su altar. Se iba a decidir cuál de los dos sacrificios aceptaría Dios.

Caín había traído lo mejor que tenía pero lo trajo sin fe. Abel trajo su sacrificio, con fe en Cristo. Ahora, ¿cuál sería mejor recibido? Las ofrendas eran iguales en valor; en lo relativo a la calidad, eran igualmente buenas. ¿En cuál de esos altares descendería el fuego del cielo? ¿Cuál consumiría el Señor Dios con el fuego de Su agrado? Oh, veo que la ofrenda de Abel arde y que el semblante de Caín se ha decaído, pues a Abel y su ofrenda Jehová miró con agrado, pero no miró con agrado a Caín ni a su ofrenda.

Así será siempre, hasta que el último hombre sea reunido en el cielo. Nunca habrá una ofrenda aceptable que no esté sazonada con la fe. No importa qué tan buena sea, con la misma buena apariencia de aquella que tiene fe: sin embargo, a menos que la fe esté con ella. Dios nunca la aceptará pues Él declara: "Sin fe es imposible agradar a Dios."

Voy a tratar de condensar mis pensamientos esta mañana y seré tan breve como sea posible siendo a la vez consistente con una explicación completa del tema. Primero voy a exponer lo que es la fe. En seguida voy a argumentar que sin fe es imposible ser salvo. En tercer lugar voy a preguntar: ¿Tienes tú la fe que agrada a Dios? Entonces vamos a tener una exposición, un razonamiento y una pregunta.

I. En primer lugar, LA EXPOSICIÓN. ¿Qué es la fe?

Los antiguos escritores, que eran sumamente sensatos, pues habrán notado que los libros que fueron escritos hace unos doscientos años por los viejos Puritanos, tienen más sentido en una sola línea que el que se encuentra en una página entera de nuestros libros actuales, y contienen más sentido en una sola página que todo el sentido que se puede encontrar en un volumen entero de nuestra teología actual. Los antiguos escritores nos dicen que la fe se compone de tres elementos: primero conocimiento, segundo asentimiento y luego lo que llaman confianza; es decir, apropiarse del conocimiento al cual le damos nuestro asentimiento y lo hacemos nuestro al confiar en Él.

1. Entonces empecemos por el principio. El primer elemento de la fe es el conocimiento. Un hombre no puede creer lo que no conoce. Ese es un axioma claro y evidente. Si yo nunca he escuchado nada acerca de algo en toda mi vida y no lo conozco, no puedo creerlo. Y sin embargo hay algunas personas que tienen una fe como la del minero en una mina de carbón que, cuando le preguntaron en qué creía, respondió: "Yo creo en lo que cree la Iglesia." "Y ¿qué es lo que cree la Iglesia?" El minero responde: "La Iglesia cree lo que yo creo." "Te ruego me digas: ¿Qué creen la Iglesia y tú?" "Pues los dos creemos lo mismo."

Este hombre no creía en nada excepto que la iglesia estaba en lo cierto, pero en qué, él no podía decirlo. Es inútil que un hombre afirme: "soy creyente" y sin embargo no sepa en qué cree. Yo he conocido a personas así. Se ha predicado un violento sermón que ha calentado la sangre. El predicador ha clamado:"¡Creed, creed, creed!" Y a las personas repentinamente se les ha metido en la cabeza que eran creyentes y han salido de la casa de oración exclamando: "soy creyente."

Y si les preguntaran: "¿Díganme en qué creen?" no podrían dar una razón de la esperanza que hay en ellos. Ellos creen que tienen la intención de ir a la iglesia el siguiente domingo. Pretenden unirse a ese tipo de gente. Pretenden cantar con mucha emoción y tener delirios maravillosos. Como consecuencia de todo eso creen que serán salvos. Pero no pueden decir qué es lo que creen. Ahora, no creo en la fe de nadie a menos que conozca lo que cree. Si dice: "yo creo" y no sabe lo que cree, ¿cómo puede ser eso una fe verdadera? El Apóstol dijo: "¿Cómo creerán a aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados?"

Para que haya una fe verdadera, es necesario que un hombre sepa algo de la Biblia. Créanme, esta es una época en la que no se valora tanto la Biblia como antes. Hace unos cien años el mundo estaba saturado de intolerancia, crueldad y superstición. La humanidad siempre corre de un extremo al otro y ahora nos hemos ido al otro extremo. En aquella época se decía: "Sólo una fe es la verdadera, suprimamos todas las demás por medio del tormento y la espada" Ahora se dice, "no importa que nuestros credos se contradigan, todos son válidos." Si usáramos el sentido común sabríamos que esto no es así. Pero algunos responden: "tal y tal doctrina no debe ser predicada y no debe creerse." Entonces, amigo mío, si no requiere ser predicada, no necesitaba ser revelada. Tú impugnas la sabiduría de Dios cuando afirmas que una doctrina no es necesaria; pues equivale a decir que Dios ha revelado algo que no es necesario; y Dios no sería tan sabio haciendo ya sea más de lo necesario, o menos de lo necesario. Nosotros creemos que los hombres deben estudiar toda doctrina que viene de la Palabra de Dios y que su fe debe basarse en la totalidad de las Sagradas Escrituras, especialmente en todo lo relativo a la Persona de nuestro siempre bendito Redentor.

Debe existir un cierto grado de conocimiento antes de que pueda haber fe. "Escudriñad las Escrituras," pues, "porque a vosotros os parece que en ellas tenéis vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de Cristo." Como resultado de escudriñar y de leer viene el conocimiento, y por el conocimiento viene la fe y por la fe viene la salvación.

2. Pero un hombre puede saber algo y sin embargo puede no tener fe. Puede saber algo y no creer en ello. Por consiguiente, el asentimiento debe acompañar a la fe; esto es, debemos creer lo que conocemos y tener la certeza que es la verdad de Dios. Ahora, para tener fe, no solo basta que yo lea las Escrituras y las entienda, sino que debo recibirlas en mi alma como la propia verdad del Dios viviente. Y con devoción y con todo mi corazón debo recibir todas las Escrituras como inspiradas por el Altísimo, conteniendo toda la doctrina que Él requiere que yo crea para mi salvación.

No está permitido dividir las Escrituras y creer sólo aquello que te parezca bien. No se te permite creer las Escrituras a medias, pues si lo haces a propósito, no tienes la fe que únicamente ve a Cristo. La fe verdadera da su total asentimiento a las Escrituras. Toma una página y dice "no importa lo que se encuentre en esta página, yo creo en ella." Pasa al siguiente capítulo y dice: "Aquí hay algunas cosas difíciles de entender que los indoctos y los inconstantes tuercen, tal como lo hacen con el resto de las Escrituras, para su perdición. Pero por muy difíciles que sean, yo creo en ellas."

Considera la Trinidad. No puede entender la Trinidad en Unidad pero cree en ella. Ve el Sacrificio de expiación. Hay algo difícil en ese concepto pero lo cree. Y sea lo que sea que esté contenido en la revelación, besa el libro con devoción y dice:"lo amo todo, doy mi pleno, sincero y libre asentimiento a cada una de sus palabras, así sea una amenaza o una promesa, un proverbio, un precepto, o una bendición." Como todo es Palabra de Dios, todo es absolutamente verdadero. Eso es lo que creo. Todo aquel que quiera ser salvo debe conocer las Escrituras y debe darles su total asentimiento.

3. Pero un hombre puede tener todo esto y sin embargo no tener la fe verdadera. Pues lo principal de la fe radica en el tercer elemento, es decir, en la confianza en la Verdad. No en creerla simplemente pero en hacerla nuestra y en descansar en ella para salvación. Reposar en la verdad era la palabra que utilizaban los viejos predicadores. Comprenderás esta palabra, apoyándose en ella, diciendo: "Esta es la Verdad, a ella confío mi salvación." Ahora, la fe verdadera, en su esencia misma se basa en esto: en apoyarse en Cristo. No me salvará si solamente sé que Cristo es un Salvador. Pero me salvará si confío en Él para que sea mi Salvador.

No seré librado de la ira venidera creyendo que Su expiación es suficiente, pero sí seré salvo cuando haga de esta expiación mi confianza, mi refugio y mi todo. La esencia, la esencia de la fe radica en esto: arrojarse uno sobre la promesa. El salvavidas que permanece a bordo de un barco no puede ser el instrumento de salvación del hombre que se está ahogando, ni tampoco la convicción que el salvavidas es un excelente y un efectivo invento puede salvarlo. ¡No! Es necesario que lo tenga alrededor de sus lomos, o en sus manos. De otra manera se hundirá.

Para usar un viejo y conocido ejemplo: supongamos que el aposento alto de una casa se está incendiando. La gente se arremolina en la calle. Una criatura se encuentra en la habitación en llamas. ¿Cómo escapará? No puede saltar hacia abajo: moriría de inmediato. Un hombre fornido exclama: "¡Salta a mis brazos!" Una parte de la fe es creer que el hombre está allí, y otra parte de la fe es creer que el hombre es lo suficientemente fuerte para sostenerlo. Pero la esencia de la fe radica en arrojarse a los brazos de ese hombre. Esa es la prueba de la fe y su verdadera esencia.

Entonces, pecador, debes saber que Cristo murió por el pecado. Debes comprender que Cristo puede salvar y además debes creer que no serás salvo mientras no confíes en que Él es tu Salvador y que lo es para siempre. Como dice Hart en su himno, que realmente expresa el evangelio:

"Confía en Él, confía plenamente,
No confíes en ningún extraño.
Nadie sino sólo Jesús
Puede hacer bien al pecador desamparado."

Esta es la fe que salva. Y sin importar qué tan impía haya sido tu vida hasta ahora, esta fe, si te es dada en este momento, borrará todos tus pecados, cambiará tu naturaleza y te hará un hombre nuevo en Cristo Jesús. Te conducirá a vivir una vida santa y hará tu salvación eterna tan segura como si un ángel te llevara esta mañana en sus resplandecientes alas y te transportara de inmediato al cielo. ¿Tienes tú esa fe? Esta es una pregunta de suma importancia. Pues mientras que con fe los hombres son salvos, sin fe son condenados.

Como ha dicho Brooks en uno de sus admirables trabajos: "Aquél que cree en el Señor Jesucristo será salvo, aun si sus pecados son muchos. Pero aquél que no cree en el Señor Jesús será condenado, aun si sus pecados son pocos. ¿Tienes tú fe? Pues el texto declara "Sin fe es imposible agradar a Dios."

Continuará...

jueves, 4 de marzo de 2010

Psicología Cristiana: Una unión antibíblica

La psicología secular, basada principalmente en las enseñanzas de Sigmund Freud, Carl Jung y Carl Rogers, no tiene cabida en la vida cristiana. Tampoco lo hace la llamada “consejería cristiana,” porque la consejería “cristiana” tiene como sus bases la psicología secular, no la bíblica. La mayoría de los que se dicen ser "consejeros cristianos" son solo personas que usan la psicología secular como su “modus operandi.” Una persona no puede ser cristiano y psicólogo a la vez, es una contradicción nefasta.

La psicología es definida como una disciplina académica que involucra el estudio científico de los procesos mentales y del comportamiento, y la aplicación de ese conocimiento sobre las diferentes esferas de la actividad humana. La psicología es por naturaleza humanista.

El humanismo afirma el valor y la dignidad de toda la gente, basado en la habilidad de determinar lo correcto de lo incorrecto, apelando a las cualidades humanas universales, particularmente la racionalidad. El humanismo rechaza la fe que no se basa en la razón, lo sobrenatural, y la Biblia.

Por lo tanto, la psicología es la manera en que el hombre trata de entender y reparar el lado espiritual del hombre sin referencia a, o reconocimiento de lo espiritual. La Biblia declara que la raza humana tiene un principio diferente a cualquier otra cosa creada. El hombre fue hecho a la imagen de Dios, y Dios “…sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente (Génesis 1:26; 2:7).

En su esencia misma, la Biblia trata con la espiritualidad del hombre, comenzando con su caída en el pecado en el Jardín del Edén y las consecuencias que le siguieron, particularmente en lo referente a su relación con Dios. El resultado de la caída – el pecado- es lo que nos separa de Dios y lo que requiere de un Redentor que restaure esa relación.

La psicología secular, por otra parte, está basada en la idea de que el hombre es básicamente bueno y que la respuesta a sus problemas yace dentro de él mismo. Con la ayuda de un psicoterapeuta – y con frecuencia de un supuesto consejero cristiano – el paciente hurga dentro del laberinto de su propia mente y emociones y “trabaja a través” de ellos a fin de emerger en el otro lado más sano por haber descubierto la causa de sus dificultades. La Biblia, sin embargo, nos pinta un cuadro muy diferente de la condición del hombre. Él está “muerto en sus delitos y pecados” (Efesios 2:1) y su corazón es “engañoso más que todas las cosas y perverso” (Jeremías 17:9). Él es la víctima de lo que es llamado “depravación total.” El hurgar dentro de tal mente, buscando salud mental, es un ejercicio inútil, muy parecido a tratar de encontrar una rosa creciendo en el fondo de una cloaca.

El hombre fue creado inocente, pero fue desobediente a Dios; él pecó contra Dios, y este pecado cambió al primer hombre, Adán, y a todos los que vinieron después de él, con el resultado de estar física y espiritualmente muertos (Génesis 2:17; 5:5; Romanos 5:12; Efesios 2:1). La respuesta a los problemas espirituales del hombre es que nazca de nuevo – hacerlo vivir espiritualmente (Juan 3:3, 6-7; 1 Pedro 1:23). El hombre nace de nuevo al confiar en Jesucristo. Confiar en Jesucristo significa entender que Él es el único Hijo de Dios, y Dios el Hijo (Juan 3:16; Juan 1:1-3). Significa entender y creer que Jesús pagó por nuestros pecados cuando Él murió en la cruz, y que Dios demostró Su aceptación al sacrificio de Cristo por nosotros, resucitando a Jesús de los muertos (Romanos 4:24-25).

Los predicadores y pastores bíblicos, como opuestos a los psicólogos y psicoterapeutas, y a muchos “consejeros cristianos” ven solo a la Biblia como la fuente de un enfoque comprensible y detallado para entender, guiar y exhortar a la gente (2 Timoteo 3:15-17; 2 Pedro 1:4). El cristiano bíblico está comprometido a dejar que Dios hable por Él mismo a través de Su Palabra, y a manejar correctamente la Palabra de Verdad (2 Timoteo 2:15). El predicador bíblico sigue la Biblia y busca ministrar el amor del verdadero Dios viviente, cuyo amor trata con el pecado y produce obediencia (1 Juan).

Mucho de la psicología y psicoterapia "cristiana", como algunos la llaman (que de cristiana no tiene nada), está basado en necesidades. Las necesidades de autoestima, de amor y aceptación, y de valoración tienden a dominar. Si estas necesidades son satisfechas, se cree que la gente será feliz, amable y moral; si no son satisfechas, la gente será miserable, odiosa e inmoral.

La Escritura enseña que es Dios, no nosotros mismos, quien cambia nuestros deseos y que la verdadera felicidad solo puede encontrarse en el deseo por Dios y la santidad. Si la gente desea la autoestima, el amor y el reconocimiento, ellos serán felices si lo obtienen y miserables si no lo logran, pero aún así en cualquier caso seguirán centrados en sí mismos. Por otra parte, si la gente desea a Dios, el reino de Dios, sabiduría santa y resurrección de gloria, ellos estarán satisfechos, y gozosos, y serán obedientes y útiles siervos de Dios.

Mientras que los psicólogos seculares intentan ayudar al paciente encontrando el poder para suplir sus propias necesidades desde adentro, para la mayoría de los autodenominados psicólogos cristianos como James Dobson, Bernardo Stamateas, Larry Crabb, entre otros, Jesucristo es el sanador accesible para las necesidades y las heridas de la psiquis. El paciente es instado a considerar lo mucho que es amado por Dios, y la cruz simplemente retrata cuán valioso es él para Dios, a fin de llenar su auto-estima y suplir su necesidad de ser amado. Pero en la Biblia, Jesucristo es el Cordero de Dios, crucificado en lugar de los pecadores. El amor de Dios en realidad derriba la auto-estima y la incesante búsqueda de ella. En vez de ello, produce una gran y agradecida estimación por el Hijo de Dios, quien nos amó y entregó Su vida por nosotros – el Cordero de Dios quien es el único digno de alabanza. El amor de Dios no satisface nuestra fijación por ser amados como somos. Derrumba aquella engañosa búsqueda, a fin de amarnos, a pesar de lo que somos y nos enseña a amar a Dios y a nuestro prójimo (1 Juan 4:7-5:3).

Cuando una persona intrínsicamente pecadora contrata a un psicólogo o un consejero cristiano, a fin de obtener la satisfacción a sus necesidades o para obtener felicidad, la auto-estima y la realización, ésta inevitablemente se alejará de tal consejería irrealizable. Jesús dijo que debemos morir a nosotros mismos y nacer de nuevo. Cuando venimos a Él, debe ser con la intención de deshacernos de la antigua naturaleza – no solo arreglarla – y ponernos la nueva naturaleza, la que vive para Cristo y busca servirle a Él y a otras personas por amor a lo que Él ha hecho.

Tito 2:1 Pero en cuanto a ti, enseña lo que está de acuerdo con la sana doctrina.

lunes, 1 de marzo de 2010

Evangelismo estilo Puritano

Confiemos en la predicación. La más grande necesidad en el mundo hoy no es comida, ayuda social o consejería, sino el retorno a una predicación poderosa que presente fielmente la verdad con el vigor, el denuedo y la unción del Espíritu. Esa es la predicación que el mundo necesita.

Vivimos en una época que enfatiza el evangelismo mundial, pero si hemos de hablar de evangelismo bíblico, los puritanos tienen bastante que enseñarnos.

Muchos, al saber que los puritanos eran calvinistas y creían que el hombre es incapaz de arrepentirse por sí mismo, que Dios predestina a los que han de ser salvos y que Cristo vino a morir sólo por sus elegidos, piensan que ellos no evangelizaban. Ellos se imaginan que estas doctrinas los restringían y hacía sus predicaciones contradictorias. Pero, ¿era así? La respuesta es no. ¿Por qué? porque ellos imitaban a los apóstoles, y como ellos, veían la predicación desde una perspectiva evangelística.

Para los puritanos, la predicación era el método de Dios para salvar a los incrédulos y hacer crecer la iglesia, ya que, es Dios quien añade cada día los que han de ser salvos y están preordenados para vida eterna. De modo que en mayor o menor grado, consideraban que la predicación no sólo tenía que proclamar todo el consejo de Dios sino debía ser evangelística. Por eso su predicación era tanto doctrinal como evangelística.

Los puritanos entendían que las buenas nuevas de salvación no son una formula simplista. Para ellos el evangelio de Cristo no estaba divorciado del resto de la revelación plena de las Escrituras. Y esa revelación plena a la que llamamos “La Palabra” siempre es evangelística, ya sea explícita o implícitamente.

Al hablar de predicación evangelística los puritanos se referían una predicación que incluye un llamado a volverse a Dios en arrepentimiento y fe. Su concepto de la predicación era que debía ser hecha de forma que “la gente sienta que la Palabra de Dios es viva y poderosa, y que si hay algún incrédulo entre los oyentes, la Palabra haga manifiestos los secretos de su corazón y le haga dar gloria a Dios.”

Los puritanos no solamente presentaban el evangelio; ellos lo ofrecían, implorando, razonando, urgiendo y apelando a todas las facultades del pecador. Su predicación iba dirigida a la totalidad del ser de sus oyentes—mente, corazón, conciencia, memoria y voluntad. Si eso no les funcionaba, no tenían más a que recurrir, no utilizaban métodos humanos o estrategias de hombres. No le pedían a nadie que levantara la mano, que pasara al frente o que firmara una tarjeta de decisión como se hace hoy día. La predicación era suprema para ellos pues la veían como el medio por el cual Dios regenera al pecador.

Así que ellos no veían ni usaban más estrategia que predicar y orar. Es por eso que eran predicadores poderosos.

Es cierto que las doctrinas calvinistas mal manejadas pueden conducir a la falsa idea del hipercalvinismo que afirma que el ofrecer abiertamente el evangelio a todos los hombres contradice la soberanía de Dios. Según los hiper-calvinistas, esto no se debe hacer pues el evangelio es sólo para los elegidos, los cuales, tarde o temprano, van a ser salvos soberanamente. Los puritanos (con pocas excepciones) no cayeron en ese error.

También está la falsa idea del arminianismo, que afirma que el hombre es capaz de creer por sí mismo, si no fuera así, Dios no le pediría que creyera. Según los arminianos, no es Dios sino el pecador quien decide si éste ha de ser salvo o no; y por eso los predicadores no deben limitarse sólo a la predicación sino deben usar todo tipo de tácticas y estrategias para convencer al pecador.

Los puritanos rechazaron y combatieron esta idea.

Su secreto estaba en que fueron consistentes en enfatizar la responsabilidad humana junto con la soberanía divina sin tratar de racionalizar cada pequeño detalle. Ellos entendían el concepto bíblico de que la regeneración precede a la fe, o sea que para que el pecador crea tiene que nacer de nuevo por la Palabra y el Espíritu. Por eso es que nunca llevaban registros y estadísticas de los que “aceptaban a Cristo,” como se hace hoy.

Su meta era ver hombres convertidos, que se comprometieran con Dios, su Palabra y la iglesia. No conocían la idea de “cristianos carnales” ni consideraban cristiano a cualquiera que iba a la iglesia y se comprometía a medias. Ese tipo de “cristianos” no se veían en sus iglesias.

Su predicación era una poderosa apelación al hombre total para que al nacer de nuevo se convirtiera, creyera y se entregara a Cristo totalmente. Si eso fallaba, lo demás no lograría más que una decisión temporal que engañaría a la gente haciéndole creer que era salva sin haber sido regenerada.

Es esencial que contendamos por la verdad sin descuidar ninguno de sus aspectos. Dios es soberano pero el hombre es responsable, y si estas verdades se predican fielmente, Dios nos honrará.

Vemos pues que la predicación es tan vital y suprema porque es el método divino para alcanzar y regenerar a los pecadores. No nos atrevamos a menospreciarla. Oremos por nuestros predicadores, para que sean como los puritanos en su pasión por Dios, por la predicación y por la salvación de los incrédulos.